Después de varios días sin escribir por aquí ya me grita el blanco del papel. Sentada en el porche de la casa del pueblo con el cuaderno abierto ante mí, miro la lluvia caer sobre el rosal. Oigo a lo lejos el repiqueteo de unas tijeras podando algún otro parterre. Me pregunto si las rosas sentirán miedo, amenazadas por el sonido lacerante de las cuchillas.
Sonrío ante esta asociación de ideas, que puede parecer un tanto absurda, pero que me invita a indagar detrás de ese pensamiento. ¿Qué me ha llevado a conectar una rosa con el miedo? Decido dejar el bolígrafo a un lado para sumergirme entre el azul de mis palabras en busca de una respuesta.

Mi principal descubrimiento es la recurrencia del término “miedo” en muchos de mis escritos. Recuerdo cómo al empezar a publicar hace un año mi principal temor era compartirme con otros y expresarme a través de la escritura.
Puedo afirmar que me lancé escribir de manera más regular y constante pensando que no tenía nada que aportar ni compartir, que lo hacía simplemente porque convivía con ideas, pensamientos, sentimientos y experiencias que debía reubicar en un lugar propio, pero accesible.
Para eso era fundamental darles voz y encontrarles un sitio más amable y abierto: necesitaba reorganizar mi interior. Jamás pensé que en esa mudanza interna el hecho de escribir fuese a generar cambios tan profundos. Quizá por eso mismo, me aventuré sin pensarlo mucho con un clásico ¿y qué es lo peor que puede pasar?
Entre esas catástrofes de mis miedos imaginarios estaba la posibilidad de darme cuenta de que no valía para esto, que no era suficientemente creativa ni constante como para publicar con frecuencia. O también que ese algo que empujaba por salir fuera una simple fantasía infantil; o que no me leyese ni comprendiese nadie.
Tal vez porque siempre me he cuestionado cuánto de autobiográfico hay en las historias y palabras de quien escribe, también está presente en mi ese instinto primario, ese valor del miedo que quiere protegerme. Quizá del juicio, de la crítica o del hecho de ser vista, un temor a que otros descubrieran una versión que no encajaba con quien creían conocer. Ese miedo a exponerse al mundo desde otro prisma.
No contaba con que escribir se convertiría en una parte esencial de mis rutinas y me llevaría a despertar un talento dormido, a explorar lugares de mí desconocidos y posibilidades que ni siquiera había contemplado. La realidad es que el propio proceso de escribir está siendo un camino lleno de aprendizajes de los de verdad, esos que alimentan el alma e invitan a un proceso de metamorfosis.
Lo he vivido como un cambio de esos imperceptibles por fuera y que, precisamente por su profundidad y carácter irreversible, sólo se hacen evidentes con el paso del tiempo y las vicisitudes en el transcurso de la vida. Como la erosión del agua en la roca, o las arrugas en la piel de alguien a quien no ves desde hace mucho.
Siento que de repente me he encontrado en ese momento donde, al advertir ya algo diferente, en mí, en mi realidad, en otros… empieza a generarse una incomodidad interna. Y aunque me sacuda e intente volver a quien era ya no puedo volver atrás. No puedo des-ver porque mis ojos ya no miran de la misma forma, porque lo que ahora veo ya no tiene el mismo significado; ya no soy la misma persona. Aceptar la transformación de mi mirada es en sí un proceso complejo y difícil de autoconocimiento y sanación.
La escritura me está ayudando a integrar parte de estos aprendizajes y ha sido una muestra de cómo al caminar por lugares inexplorados no sólo se encuentran monstruos, sino también experiencias y seres maravillosos. Los frutos que se recogen al enfrentar esos temores, imaginarios o bien fundados, hacen que el esfuerzo y la energía invertidos merezcan siempre la pena. Porque tienen la finalidad de hacernos crecer, como ese rosal que para seguir floreciendo y creciendo necesita ser podado.
No trato de romantizar la angustia de los momento difíciles, ni restar dificultad a situaciones complejas; al fin y al cabo, el valor del miedo radica en la necesidad de protegernos de un peligro. Es una emoción útil y necesaria que todos hemos experimentado en un momento u otro. Sentir miedo no sólo es normal, es sano: es una emoción maestra que nos guía hacia la verdad que habita en cada uno de nosotros.
Sin embargo, creo que sí debemos observar aquellos miedos imaginarios que nos atrapan y aprisionan nuestra autenticidad. Descubrir cuáles son esos temores y por qué hacen de barrera a nuestro propio crecimiento requiere de valentía. Pero lo opuesto sería vivir, o mejor dicho, no hacerlo, atrapada en la incomodidad de un traje hecho a medida para alguien que ya no soy. Y eso sí que me aterra de verdad.

Escribir me ha hecho ver que gran parte de mis frenos, barreras y limitaciones nacen de mí misma y eso ha despertado en mí ilusión y confianza. Gracias a eso sé que tendré valentía, o que la encontraré por el camino porque mis miedos, imaginarios o no, siguen siendo muchos.
La diferencia ahora en cómo afronto esos miedos son las herramientas con las que cuento: la tinta, el papel y unos ojos que ven diferente. Con ellas seré capaz de mirarlos de frente y sonreírles con la serenidad y la calma de esa rosa regada por la lluvia de la mañana, ante una amenaza que sabe que la ayudará a crecer y hacerse más fuerte.
✨Te invito a reflexionar sobre el papel acerca de cuáles son los miedos, imaginarios o no, que te impiden crecer. Me encantará leerlos si quieres compartirlos conmigo.
Desde el corazón,
Laura
🥰 Gracias 🥰, ¡me alegra que te guste! Aquí seguimos luchando con los miedos con otras armas ☺️
Muy inspirador, necesitamos de vez en cuando sacudirnos y reflexionar sobre esos miedos que nos impiden crecer, mi mayor miedo es traicionar me a mi misma, no ser congruente con mis pensamientos y mis acciones. Otro de mis miedos es no encontrar esa amor que otra persona pueda ofrecerme y el miedo a simplemente dejar que todo fluya sin querer controlarlo.